Al definir la sexualidad como una de las varias tecnologías sexuales, Michel Foucault expandió nuestra comprensión de lo que se entiende por sexo. De esta manera, no solo el artefacto construido, con sus diversos mecanismos espaciales para la producción de corporeidad, sino también el pensamiento mismo, en forma de discurso disciplinar, modula la relación entre la arquitectura y el cuerpo. Y lo contrario también es cierto, con la incidencia del género y la sexualidad en la teoría arquitectónica. De una forma u otra, vemos cómo este campo de relaciones es rico y capaz de multiplicar nuestro conocimiento sobre la arquitectura y los propios medios de constitución y comprensión del cuerpo generificado y sexuado.
La identificación de estos marcadores sexuales por la arquitectura permitió un avance significativo en la relación entre el cuerpo y el espacio a partir de la década de 1970. Fue el pensamiento feminista el que orientó un primer acercamiento, especialmente cuando pretendía encontrar un procedimiento que configure un saber ser femenino/feminista, exponiendo las claras contradicciones del concepto de diferencia sexual. Lo mismo ocurre cuando intentamos identificar qué arquitectura sería "más gay": la de Phillip Johnson (homosexual asumido) o Le Corbusier (heterosexual asumido), por ejemplo. En ambos casos vemos estructuras de pensamiento que, a pesar de ser pioneras, reproducen un esencialismo instrumental y determinista que asocia las identidades sexuales a los espacios sexuados.
En el campo de la teoría arquitectónica, esta tensión se desarrolla de diferentes formas. Al explorar la presencia de la naturaleza en sus obras, asociadas siempre a lo femenino, Diana Agrest cuestiona un proyecto civilizador que se basa en la dominación masculina. Al buscar reconfigurar los valores de la ornamentación y la decoración, también vistos como esencialmente femeninos, Jennifer Bloomer desestabiliza el paradigma forma/función y desplaza el significado negativo de estos elementos en la historia de la arquitectura. Y cuando Ann Bergren y Elizabeth Grosz, así como Paola Berenstein, discuten la chora* como un lugar carnal y femenino, el mundo se asienta sobre otros cimientos. Por estas razones, quizás sea más interesante dejar de hacer una asociación automática entre la forma curvilínea y la forma femenina, y desentrañar las motivaciones históricas que llevaron a estas asociaciones antropomórficas.
En cuanto al programa, es imperativo exigir agendas feministas como el aumento del número de guarderías o la instalación de mudadores en todos los baños, los cuales, a su vez, deben repensarse en función de las personas trans. Estos debates tipológicos y programáticos movilizan la dimensión positiva de la lucha identitaria en nuestro campo. Es cuando la diferencia funciona, de hecho, por la humanización de lo diferente, y no por la reproducción discriminatoria de esta diferencia.
Dicho esto, ¿tiene sentido pensar en una arquitectura feminista? Si y no. Sí, porque la agenda feminista libra una importante lucha contra el sistema androcéntrico en la arquitectura, buscando superar el sexismo que prospera en nuestra práctica. Y no porque, como sostiene Richard Williams, la arquitectura feminista no es la simple expresión material de una agenda política y teórica. Esta contradicción recuerda la respuesta de Susana Torre a la persistente pregunta sobre las características femeninas en los proyectos de mujeres. Según la arquitecta, lo correcto sería pensar de qué manera el proyecto absorbe los problemas que plantea el feminismo, y no si hay una forma feminista de proyectar. Se alinea así con el pensamiento de Dorte Kuhlamnn cuando defiende que una arquitectura feminista debe "articular en detalle cómo el cuerpo sexual se mezcla con el espacio para formar una carne continua, mismo que diferenciada, del mundo".
Esta mezcla y fusión de los hilos de la realidad es, en esencia, una reflexión ontológica. En este sentido, el cuerpo y la edificación ya no son entidades que se repelen. El edificio ya no es un sistema inmunológico para la fiscalización y reificación de sujetos desviados, sino un dispositivo que se basa en la relación. Sería como el cyborg de Donna Haraway, ese híbrido entre lo humano y lo artificial que, como el campamento homosexual, la fisioculturista de Marcia Iann, o el cuerpo-monstruo de Jota Mombaça, es, en sí mismo, una edificación. Este "cuerpo como espacio de construcción biopolítica", en palabras de Paul Preciado, puede ser un centro de resistencia al proyecto universalista que borró las huellas de la corporalidad del cuerpo, subsumiendo las contingencias del cuerpo-modelo masculino, blanco y cisheterosexual.
La riqueza teórica que encontramos cuando relacionamos espacio, género y sexualidad también se encuentra en dos grandes temas: queer y trans. El concepto de "queerness" de Aaron Bestky habla de un vacío corporal resultante de los procesos necropolíticos de una sociedad heteronormativa. Pero también se refiere a la sublimación del cuerpo como punto fijo, y exalta las cualidades de adaptación, transversalidad y relacionalidad de este cuerpo, que se rehace en cada momento. Al igual que los clubes gay, el BDSM o cualquier espacio que albergue sexualidades prohibidas, el espacio queer y el “queerness” ocurren como un evento, determinado más por su práctica que por su proyecto. Esta “contraconstrucción” crea espacios ambivalentes, sin orden reconocible, y por tanto perfectos para la producción y reproducción de orgasmos. Este vacío, recordemos, es muy diferente del vacío funcionalista de la arquitectura moderna.
Fundado en una lógica binaria penetrante-penetrado, el espacio moderno era visto como el continente de la acción humana, una especie de "útero" que debía ocupar el cuerpo activo y dominante del hombre público. Lo queer, por el contrario, no es un vacío pasivo, sino un vacío activo, inferido, sugerente en cada momento, una especie de palimpsesto de grasa humana impregnada en las paredes. Es lo negativo como la tierra arrasada, una estrategia de guerrilla, la supervivencia marginal.
Pero lo queer sigue siendo, en las formas teóricas que se refieren a él, un modelo cisnormativo. No alberga la crítica más radical de la naturaleza del cuerpo producida por la teoría trans. Como nos recuerda Lucas Crawford, "si la teoría queer ha ampliado la comprensión de los diseños que reconfiguran los tipos arquitectónicos para hablar de una subcultura gay, entonces la teoría trans ha sugerido un modelo que va más allá del diseño centrado en el cisgénero". Reflexionando sobre la materialidad de los cuerpos trans y su arquitectura, el autor propone una serie de procedimientos que exploran estas proximidades, a las que denomina “transing”. Habla, por ejemplo, de “cross-programing”, una especie de subversión de los programas diseñados por el arquitecto hacia ocupaciones inesperadas. De esta forma, redobla la atención sobre el hecho de que el proyecto es solo uno de los diversos elementos que componen el espacio, siendo la arquitectura un proyecto que siempre está en marcha y que nunca termina.
La operación estética de transing, o transicionar, anula de una vez por todas cualquier pretensión ahistórica de disimulaciones normativas del poder y nos hace ver que lo público y lo privado son hallazgos ideológicos. Mientras lo queer se caracteriza como una ausencia, lo trans es pura materialidad, una transformación constante. La identidad se convierte en un evento, no en una presencia rígida. Al requerir una estructura capaz de producir más cuerpos que los arrojados al mundo, la teoría trans es infinita en su contingencia de vida. Rechaza totalmente las últimas instancias de un proyecto esencialista porque, como dice la transactivista Amanda Palha, "la acción política transfeminista (…) tiene un presupuesto para afirmarse como legítimo: cuestionar la naturalidad del sexo".
En otras palabras, el cuerpo es una producción social, no un dato de la naturaleza. Y atravesado por fuerzas que desconoce, no puede pedir un reconocimiento pleno de sí mismo, sino una rehacer constante de sí mismo, como es el uso del espacio en la arquitectura. La transparencia moderna ya no existe más.
El predominio de este giro espacial fundamenta la posibilidad de reflexionar sobre el espacio diferencial mencionado por Henri Lefebvre. Si el espacio es producto de una realidad social, dada en y a través del cuerpo y sus gestos, la inscripción en los cuerpos de las prácticas sexuales e identitarias producirá los espacios más diversos. Y el rescate de la dimensión amorosa y afectiva del sujeto con su lugar se enfrenta al proyecto funcionalista moderno que desencarnó repetidamente el cuerpo a través de una razón óptica. La recuperación de los otros sentidos significa la reconexión del cuerpo en su integridad, pudiendo así producir otra arquitectura. Cuando Foucault dice que el cuerpo “no tiene lugar, pero de él salen y se irradian todos los lugares posibles”, invierte la primacía del espacio como modelador del cuerpo. Las máquinas de liberación de lo moderno no comprenden que la libertad es una práctica y que ninguna construcción es capaz de conducir o crear esa liberación.
El ágora necesita ser reinventado. Ya no como una utopía –ya que este último, en principio, ignora el cuerpo presente– ni como una heterotopía –ya que los espacios excepcionales generan diferencia, pero no producen la vida cotidiana– sino como una ruina. Infiltrar, invertir, ocupar y “piratear” el ágora significa reinterpretar su potencial político para representar todas las formas de vida en la ciudad. Una alianza de cuerpos opacos para sí mismos, frágiles y destrozados, pero que en esta condición se reconstruyen y reconstruyen la arquitectura del mundo mismo, creando fisuras y abriendo caminos.
Este ensayo fue desarrollado a partir de las consideraciones finales de la tesis de maestría "Género y sexualidad en la teoría de la arquitectura", presentada en 2020 en la FAU USP. Las diversas referencias del texto se desarrollaron con mayor profundidad en la tesis, a la que se puede acceder aquí.
* Según el filósofo francés Jacques Derrida, chora (o Kôra) puede entenderse como un receptáculo por el que "pasa todo", aquello que existe antes del discurso, que permite que se establezca, pero que no se inscribe en él. Alteridad radical.